Ingrávida

La memoria

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La humanidad propia es un universo interior que se conoce y se nombra. Toda la humanidad que antecede a la existencia propia se queda por mucho tiempo inexplorada, hasta que alguien se aventura dentro de sí y encuentra en su memoria una historia anterior y ulterior, porque la memoria es conocimiento y es espacio. ¿Cuándo, entonces, puedo saber que lo que recuerdo hace parte de algo que viví y no de la experiencia de alguien más, que llegó hasta mí como la historia contada? ¿O es, tal vez, ese recuerdo una historia no vivida, una historia imaginada o un sueño? ¿Y cómo puede ser ese recuerdo soñado o creado menos real que el recuerdo vivido?

Dice San Agustín que la virtud de la memoria es su multiplicidad infinita y profunda. Lo que también significa la prolongación de la memoria en todas las direcciones y a lo largo del tiempo, y capaz del fondo y el horizonte porque es profunda. En la memoria, están contenidos el cuerpo propio y las imágenes exteriores que, después de interactuar, se convierten en objetos nuevos, en reflexiones. Darle a la memoria esa capacidad de volverse un espacio físico en el que cabe un nuevo mundo es, de alguna forma, otorgarle otras virtudes: la indeterminación y la exterioridad. Esta humanidad que acontece por dentro y que está en búsqueda de un conocimiento nuevo en el espacio profundo e infinito de su memoria, pertenece a un lugar vago, impreciso, irresoluto, en el que la interpretación del mundo no es otra cosa que la reinvención de la materia en un nuevo lugar.

De alguna forma, ese mundo exterior de imágenes que se hacen memoria es el primer espacio en el que las cosas se mueven para interactuar entre sí y existir. Es entonces cuando en la memoria se construye un espacio que imita ese espacio exterior, en el que también es extensible la experiencia de los sentidos. Henri Bergson cuando habla de la extensión visual, dice que todo lo que la vista constata en el espacio, el tacto lo verifica. ¿Qué sucede, entonces, cuando el espacio es el artificio del recuerdo? Según esa premisa de Bergson, lo que se puede ver, también puede tocarse porque se ve, y, entonces, el espacio de la memoria se transforma en un lugar plausible que puede existir por la universalidad de los sentidos. La memoria es capaz de recordar ese conjunto de sensaciones para formar una nueva imagen y modificarla con el paso del tiempo.

Imaginar que la realidad interior es una realidad novedosa que está conformada por la percepción modificada de la realidad exterior inicial, es asumirse como parte de esa indeterminación prolongada. En ese espacio difuso de la memoria profunda e infinita, no hay un control sobre las imágenes exteriores, porque no son las mismas que tenemos en la memoria. Pero memorizar es un intento nuestro por sujetar un objeto para que nos pertenezca en nuestro deseo de pertenecer. Sin embargo, en ese ejercicio de percepción, existe una pérdida y una ganancia de elementos. La manera en la que hoy experimento los recuerdos, que antes de ser recuerdos e imágenes fueron solo exterior, es a través de una percepción inicial que se convirtió en una representación. Los recuerdos se hicieron más grandes o pequeños; se hicieron otros. Y esa mudanza de valores hace del recuerdo una vida vivida —cuando no olvido— y una vida que vivo y viviré —porque la invento—. La memoria permite que los sentidos se proyecten y adquieran un significado. Es decir que en la memoria, la percepción se convierte en un recuerdo, en una nueva forma de nombrar el mundo, y es a través de este bautizo que el mundo de la memoria se extiende como un territorio.

Es común asociar todos esos recuerdos con el pasado. Pero ¿es posible que los recuerdos también hablen de nuestra propia proyección, de algo que está por decirse? Antes de recordar, supimos conocer y decir el mundo. Cuando la memoria recuerda a través de los sentidos, esta es una experiencia novedosa que parte de lo conocido, por eso aparecen las asociaciones y sus renovaciones. Y esas asociaciones también se transforman en deseos y preferencias: son un descubrimiento. Ese acto de exteriorizar ese mundo interno a medida que se vive, y de recrear las sensaciones, que es igual a volver a llamarlas por su nombre, es el deseo de alcanzar algo que está más adelante. Algo inalcanzable a lo que nos aferramos para permanecer a pesar del tiempo.

¿Son los recuerdos un solo deseo, una aspiración? Y, si eso es verdad, ¿habré vivido algún recuerdo en el pasado o es falso lo que recuerdo? ¿O estoy, acaso, viviendo una realidad pasada que, al hacerse nueva, es mi presente y mi futuro? ¿O solo imagino un recuerdo para sentir que puedo vivirlo aluna vez? Si, en efecto, los recuerdos son primero una experiencia, una intención pasada de acercarse al mundo para interactuar, conocer y darse de todas las formas, salir de nuevo a nuestro exterior es incorporarse a otro mundo, en el que se va a repetir el proceso del conocimiento, el movimiento y la interacción. Las primeras imágenes del exterior, y luego las intervenciones que tenemos con ellas y que se proyectan en la memoria, están desde siempre en la humanidad toda; luego se hacen nuestras cuando se recuerdan, y se ausentan para ser reconocidas otra vez en el exterior. Desde antes de recordarlas, ya estaban allí y por eso es posible el recuerdo. Se puede decir que el conocimiento del mundo es un recuerdo que desea su cualidad de materia por fuera de este mundo imaginado. Y toda la vida será la reflexión de una imagen lejana y empañada a la que aspiraremos siempre, aunque no sepamos cómo luce.

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